Un panel y un concierto de rock



Para mi hijo Juan Fernando y para Tercermundo,
con admiración y cariño

En el mismo día asistí en Quito a un panel y a un concierto: un panel sobre reforma curricular en la tarde y un concierto de rock en la noche. En el panel participé como panelista, junto con otros tres de mi especie, un moderador, y unas 200 personas dispuestas a escucharnos. En el concierto participé como espectadora, rodeada de 6 mil adolescentes y jóvenes que, durante tres horas, cantaron y bailaron sin parar.

El panel


Un evento formal, soso. Auditorio cerrado, plataforma para los panelistas arriba, asientos acolchonados para el público, abajo. El usual rosario de exposiciones individuales, coronadas con aplausos. Cada expositor con su vaso de agua y su rollo desenrrollado sin compromiso, incluso sin emoción. Ninguna coordinación previa entre los panelistas, ni siquiera para saber lo que piensa decir cada uno. Moderador-guardián del reloj, serruchando ideas en aras del tiempo. Al final, el consabido ping-pong de preguntas-respuestas en el que unos juegan a preguntar y otros a responder.

Profunda incomunicación entre panelistas y público evidencian varias preguntas de este último. Uno de los panelistas, atento a los bostezos propios y ajenos, advierte que se viola un derecho humano cuando se somete a la gente al asiento por mucho tiempo. Al cabo de tres horas se da por terminado el evento. Siempre me quedará la duda, como me queda en cada evento académico, de si hubo realmente diálogo, comunicación, intercambio, aprendizaje.

El concierto


Un espectáculo vivo, todos los sentidos en acción. El poder inconmensurable de la música. Una plaza de toros convertida en auditorio, graderío de cemento y ruedo de arena rebosante de jóvenes. Tercermundo - cinco jóvenes ecuatorianos auto-organizados como grupo mientras eran compañeros en el colegio - compone sus canciones y ha ensayado, obviamente, el concierto. La magia no está en la suma de individualidades sino en el talento colectivo. No solo tocan y cantan; perseguidos por las luces, se mueven, brincan, suben y bajan, corren de un lado para otro, saludan a las manos que se abren paso en la multitud. El público no solo escucha: interactúa, vibra, grita, baila, corea las canciones, las pide, las canta cuando los artistas le ceden la voz.

Prendas de vestir, pulseras, flores vuelan sobre el escenario. Son parte del diálogo. No hay preguntas ni respuestas: todo el evento es un gran acto de comunicación, una puesta en escena de la mejor pedagogía. Al final, el público no quiere irse y pide más.

Tres horas ha durado el concierto y yo no he dejado de preguntarme por qué no hay música o hay tan poca música en el sistema escolar, no solo como asignatura sino como elemento esencial de la cultura escolar.

Mis colegas panelistas y yo, con nuestros títulos y nuestra sarta de exposiciones en fila india, logramos reunir a no más de 200 personas. Mi hijo de 19 años y sus compañeros de rock, con su concierto lograron convocar y movilizar a seis mil jóvenes. Los jóvenes destinatarios de la reforma educativa de la que hablamos en el panel, los jóvenes cuya motivación y emoción serían indispensables para que la reforma salga de los paneles, los auditorios y los documentos, invada las aulas, los parques, las plazas y todos aquellos lugares donde los jóvenes se dan cita para ser jóvenes.

* Publicado en El Comercio, Quito, 14/05/1991

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